Shomerel nace en la Tierra Santa, en los albores de nuestra era. Respira el aire político del Imperio Romano, se nutre de la fe de Israel y crece en el seno de la Sagrada Familia. Allí, en la intimidad de los “años ocultos” de Jesús de Nazaret, florece la amistad única entre el Hijo de Dios y su ángel custodio: Midrashel.
Elegido y enviado desde el cielo, Midrashel tiene una doble misión: acompañar a Jesús en el descubrimiento de su propia identidad y prepararlo para la misión que transformará la historia.
En sus páginas, Shomerel nos sumerge en la interacción constante entre el mundo visible y el invisible. Capítulo tras capítulo, el lector participa de una aventura inédita, imaginativa pero profundamente enraizada en los Evangelios, las tradiciones judías y cristianas, y el contexto histórico y arqueológico de la época.
La novela abarca desde la Concepción Inmaculada hasta el Bautismo en el Jordán, donde inicia la vida pública de Jesús. Solo al final, como quien contempla un mosaico desde lo alto, el lector descubre la grandeza y armonía de esta historia: una trama tejida por el amor de Dios.
En el centro de todo está la relación de Jesús y Midrashel: una amistad espiritual que crece como semilla de mostaza, hasta convertirse en un árbol con forma de cruz. Entre alegrías y pruebas, el ángel acompaña a Jesús en su camino, revelando el papel fundamental de los custodios celestiales en la vida humana.
Shomerel está pensada para jóvenes y adultos, tengan o no formación bíblica. Es un relato que conmueve, provoca preguntas y acerca al lector a la persona de Jesús y al misterio de los ángeles. Una novela para descubrir el sentido trascendental de la vida, y para vivir —quizá por primera vez— la experiencia de una amistad real con el propio ángel de la guarda.
En uno de sus cuentos de Las cuatro estaciones, Stephen King tiene un personaje, un chico de doce años, que dedica su tiempo a escribir relatos con los que entretener a sus amigos. Sin embargo, nunca se ha planteado dedicarse a la literatura. Dedicarse a ella, quiero decir: hacerlo en serio. Es uno de esos amigos quien le abre los ojos.
“Puede que Dios te diera algo, Gordie -le dice-, todos esos relatos que puedes inventarte, y te dijera: esto es lo que hemos conseguido para ti, chico. Procura no perderlo”.
Es algo que me quedó grabado. Procura no perderlo.
Y procura, me digo, en cada párrafo, volcar todo tu corazón.
Fue Gabriel García Márquez -ese maestro- quien dejó por escrito aquello de que “toda vocación es un llamado”. A servir, entiendo; a enriquecer al otro haciendo eso que nos enciende el alma. A estas alturas de mi vida, no albergo ya una sola duda a este respecto.
Y, sin embargo, aún podemos mirar un poco más allá.
A menudo me ocurre que en el tedio, en la desgana, la euforia desmedida o el desánimo, un libro o un autor -en muchas ocasiones fallecido ya, ¡son voces de otro tiempo!- tiene para mí la palabra exacta, la cura, el abrazo que necesitaba recibir. Entonces desenfundo mi bolígrafo y subrayo; y, desde hace algún tiempo, doy gracias a Dios.
La vocación literaria no solo me ha llevado a construir mis textos, también los consumo con voracidad. Y cada día me convenzo un poco más de que mi capacidad de entregarme a ellos, esta sensibilidad a la palabra, de algún modo predispone mi alma: es la manera que ha encontrado Dios de hacerme escuchar y, de vez en cuando, lanzarme un guiño.
He comprendido también que ese Amor y ese Cuidado que recibo a través de los libros no han de llegar siempre en forma de clásico. A veces son las operas primas, a veces son mis propios alumnos. Cuando este manuscrito llegó a mis manos, y comencé a leerlo, enseguida supe que aquello era un regalo, y que más me valía prestar atención.
Recordé, después de unas primeras páginas, un viaje a Florencia, la visita de rigor a la Galería de la Academia, donde el David de Miguel Ángel recibe a diario a una cantidad surrealista de turistas. En el camino hacia la escultura que es, realmente, el verdadero motivo de esas visitas, recuerdo haber recorrido un pasillo que parecía hecho de luz, impresionada por la grandeza, por la belleza incipiente de I Prigioni, los Prisioneros.
Se trata de cuatro bloques de mármol de Carrara que contienen un non-finito, una forma humana atrapada por la piedra, luchando por salir. Una suerte de esencia tangible, de presencia verdadera, pero todavía envuelta en la resistencia que la materia ejerce.
Exactamente esto es lo que percibí cuando comencé a leer a Santiago. Resulta difícil ponerle palabras. La literatura atravesaba la obra, ya entonces. La literatura, con todas sus letras.
Un camino nuevo, una perla enterrada por la que merecería la pena el trabajo, cada esfuerzo realizado con la intención única de iluminar la historia que dormía en el corazón de un escritor.
Mi para qué. La revelación por la que peleamos todos. Ese asunto que se nos antoja de vital importancia.
La necesidad que nos arde en el pecho, que he visto arder en el corazón de un Jesús de tres o cuatro añitos que se mira el ombligo y se pregunta: “¿Cuál es mi tesoro?”. O, en otras palabras: “¿Para qué soy?”.
Eso es precisamente lo que esta novela hizo conmigo. Lo que sé que hará desde hoy con su lector.
Atravesada por una ternura insólita, la elegancia con que construye a sus personajes y los humaniza, respetando al tiempo su verdadero ser, la convierte en un mecanismo perfecto, algo parecido a un espejo que despierta la empatía y formula preguntas para la que, si no tiene respuestas, sí que guardala fuerza capacitante para comenzar a buscarlas..
El cariño, además, y el tesón que he podido reconocer en su autor; esa humildad para corregirse y rehacer, el apego por la goma de borrar que un buen escritor ha de tener bien entrenado, han logrado conformar una obra verdadera, una experiencia lectora que, por más que llegue a su fin, no es posible abandonar.
Elisea Márquez
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En breve compartiré contigo en este espacio parte de la investigación que ha inspirado esta novela
Aqui encontrarás los datos históricos en los que sucede la misión inaudita del ángel custodio de Jesús
Aunque estoy preparando una sorpresa para los lectores de Shomerel sobre los personajes que espero poder compartir con todos ustedes en este espacio, conviene advertir lo siguiente: según el Directorio sobre la piedad popular y la Liturgia publicado en el año 2002 por la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos se pide rechazar el uso de dar a los Ángeles nombres particulares, excepto Miguel, Gabriel y Rafael, que aparecen en la Escritura.
Al escribir "SHOMEREL, la inaudita misión del Ángel Guardián de Jesús" bajo el género de novela como obra de ficción que recrea un periodo histórico, me he permitido inventar los nombres de algunos ángeles, sin intención de contradecir el Magisterio de la Iglesia.
El canto Ángel de Dios, escrito por el propio Padre Santiago, da vida musical a escenas del capítulo IV de la novela. Esta pieza revela una parte esencial de la fascinante historia y, al compás del sonido de las cuerdas, se transforma en una oración: una melodía que nos invita cada día a recordar la presencia de nuestro Ángel Custodio y a pedirle, como lo hacía el pequeño Jesús al suyo: "Ilumíname, guárdame, guíame y gobiérname."
Musicalmente, la obra está impregnada de una profunda intencionalidad espiritual. Con una base melódica que evoca los sonidos del medievo, el canto nos transporta a un tiempo en que la música era canal de lo sagrado. Se perciben matices del canto gregoriano en sus cadencias vocales, que aportan solemnidad y recogimiento, mientras que el acompañamiento de cuerdas introduce una textura clásica que da profundidad emocional y riqueza armónica.
El uso del estilo coral no es casual: la voz colectiva simboliza la comunidad orante y eleva el mensaje más allá de lo individual, como una súplica que se une a la voz de la Iglesia. Esta mezcla de elementos antiguos y clásicos busca generar una atmósfera contemplativa, capaz de tocar el corazón del oyente y abrirlo al misterio de la presencia angélica.
Así, Ángel de Dios no es solo una composición inspirada en una novela, sino una invitación musical a orar con el corazón, a sentir el consuelo de lo eterno y a renovar la confianza en ese compañero invisible que vela por nosotros cada día.